TREN SIN PARADAS Por Miguel Fortea EL RELATO Miguel Fortea (Burgos, 1965) publica su segunda novela de la serie José Dalmau, De deudas y muertos (Avizor Ediciones), en la que el detective se reencuentra con algunos de los moradores de La ciudad del trueno. Seguir leyendo Llegar viendo el camino. Llegar sin tener que conducir y poder leer, e interrumpir la lectura porque te estás perdiendo el camino que era el objetivo de tu viaje. Llegar en avión es como teletransportarse y aparecer en otra parte del mundo sin saber por qué ni cómo, con la incomodidad de no poder estirar las piernas durante el trayecto y de tener que calcular cuándo puedes ir al baño sin tropezar con el carrito y a la postre no ir porque el carrito avanza inexorablemente. Además, quieres tomar a toda costa tu comida de plástico, no sea que la mic-ción te haga perder tu bandeja de aluminio con un guiso de indeterminado aspecto y sabor que no te gusta, pero que viene acompañado de unas patatas redondas que dan sentido y pau-sa al viaje. Agitas las piernas para evitar una trombosis mortal y te mantienes en tu celda con forma de asiento. Mejor andar en el tren cruzando fronteras de cristal que se rinden ante ti, conociendo en las ruidosas plataformas a otros viajeros inquie-tos que hablan a gritos con seres de géneros indefinidos o por definir. Llegar a la cafetería, hojear el periódico, levantar la vista cuando te das cuenta de que te estás perdiendo el paisaje y ese era el objetivo del viaje. “¿Qué quiere el señor?”. Tantas cosas. “Tomaré un cruasán con mermelada”. Mantener el equilibrio cabalgando a 300 km/hora como un jinete de rodeo. No te caes, pero estampas tu café sobre la pechera de tu traje perdiendo una de tus últimas opciones para la reunión de las 12,30 h. (este tipo no sabe de lo que habla pero lleva un buen traje). Preguntar a la camarera si hay lavandería a bordo, reci-bir una sonrisa conmiserativa. Los clientes nunca tienen razón y son idiotas. Encontrarte a un amigo de la infancia o de otra vida, porque ni siquiera puedes recordar su nombre aunque estás seguro de que tenía uno. “¿Un whisky?”, propone. “¿No será un poco temprano para el whisky?”, objetas. “No te preo-cupes, el whisky nunca duerme”. Volver titubeante a tu vagón. Intentar lavar la mancha de café en el baño y extenderla por todo el traje. Sentarte, repasar algunos datos de la reunión sin olvidarte de mirar a los árboles que se despiden hacia atrás a toda prisa. Quedarte dormido, despertar en un hangar oscuro y vacío y saber que ya no irás a la reunión, abocada al fracaso de cualquier manera, y sentir algo de agobio y luego una inmensa alegría. Sabes que no hay forma de volver, el tren ha decidido tu trayectoria. Imaginar que no estás solo, que hay más viajeros atrapados. Si la gente estuviera encerrada en cabinas telefónicas ya se habrían ahorcado con los cordones metálicos de los teléfonos, pero con los móviles nos limitamos a buscar cobertura por las esquinas del vagón como si estuviéramos fotografiando musa-rañas. Aquí no llama ni dios. Y cuando ya has abandonado toda esperanza de volver, ves un faro que se acerca desde lejos. Al tiempo que te deslumbra, el faro te habla: “Señor, debió de quedarse dormido. Está en la estación término. ¿Dónde iba?”. “No iba a ninguna parte, sólo quería ver el camino”.