Todas las vidas de un viaje Por Javier Castillo EL RELATO Las novelas de Javier Castillo han sido traducidas a 10 idiomas y publicadas en 63 países. Su último libro La chica de la nieve (Ed. Suma), se adaptará para una serie de Netflix. Seguir leyendo La primera vez que la vi se había subido al tren una parada des-pués de la mía y, sin yo saberlo, aquel primer dato se converti-ría en una de las muchas incógnitas que bañaban su cuerpo. Tenía el pelo corto tintado en plata, unas calcetas blancas colo-cadas a distinta altura en cada pierna y una mirada viva que se cruzó con la mía como si me conociese de algo. Aparentaba veintimuchos o treinta y pocos, y su rostro navegaba entre el limbo de una belleza imperfecta y natural. —Tú eres el del videoclub –me dijo en aquella ocasión a modo de saludo. —Eh... ¿nos cono…? –balbuceé. —Allegra. Vivo en el edificio de enfrente. Se deslizó sobre el asiento libre que tenía delante. —¿Te cuento un secreto? –susurró de improviso, con una especie de sonrisa cómplice. —¿Perdona? —respondí incrédulo, por el atropello. Casi no me dio tiempo a asimilar su desparpajo cuando continuó: —Pero prométeme que no te enfadarás –susurró de improvi-so—. Aún conservo una película que alquilé el año pasado y no devolví. La guardé en un cajón y… cuando pasaron varios meses me dio tanto reparo hacerlo que preferí no volver. —¿En serio? –inquirí, sorprendido. Hacía unos meses que mi padre había fallecido y yo me había hecho cargo del videoclub a duras penas. No era la mejor época para mante-ner abierto un lugar como aquel, pero aún quedaban nostál-gicos que disfrutaban más deambulando durante horas entre estanterías que sobre la pantalla del televisor. Ella me devolvió una sonrisa culpable y en ella, sin yo saber-lo, caí rendido a su descaro natural. Uno se enamora en esos momentos. Cuando no lo esperas, cuando llega alguien en una parada inesperada o cuando estás incluso a punto de lle-gar al final de línea. — Aún no he comprobado las películas que faltan –añadí–. ¿Qué película era? Esperó un segundo antes de responderme y no tardé en encontrar las conexiones: —Las vidas posibles de Mr. Nobody. Se puso en pie al mismo tiempo en que sonaba por mega-fonía el aviso de final de línea. La seguí y esperé tras ella, confundido, a que se abriesen las puertas. El tren frenó y nos tambaleamos juntos. Ella levantó la vista, seria y la gente que bajaba y subía del tren nos engulló a los dos. Cuando pasó un instante y quise darme cuenta, ya no estaba allí. Estuve todo el día pensando en ella. Y toda la tarde. Y tam-bién la noche. Volví al tren la mañana siguiente a la misma hora y me senté en el mismo lugar, pero tras recorrerme la línea en ambas direcciones no apareció. Al llegar el lunes y levantar la persiana del videoclub miré al edificio de enfrente: un imponente bloque de hormigón de dos decenas de pisos con diminutos ventanucos desde el que cualquiera podría observarme con desdén. Y entonces caí en la cuenta de que podría encontrarla en la base de datos de las devoluciones pendientes. Encendí el ordenador y tecleé aquella película sobre el destino y sobre todas las vidas que podríamos haber vivido si hubiésemos actuado de distinta manera y, de pronto, apareció su nombre, Allegra, junto a un número de teléfono. Lo marqué y levanté la vista hacia el edificio de enfrente. Estaba a un paso. Pero entonces lo comprendí todo y decidí col-gar antes de que respondiese. No estaba bien. No podía tomar atajos porque lo pueden cambiar todo. Volví al ordenador, cliqué sobre su nombre y… marqué la película como devuelta. Intenté sobrellevar la semana de la mejor manera posible, recomendando películas mejor que cualquier algoritmo y, cuando llegó el sábado me subí al tren para volver al conser-vatorio donde los sábados yo practicaba piano. Tenía la vista clavada en mis rodillas, en las notas de una canción que yo tocaba de cabeza sin sonar y, de pronto, sus rodillas cubiertas por sus medias descolocadas se chocaron con las mías. Levanté la vista y Allegra me sonrió. Traía un paquete envuelto y, sin decir palabra, se puso en pie, dejó el paquete sobre su asiento y se bajó en una de las paradas intermedias. Rompí el papel de regalo con un nudo en el pecho y descu-brí la cinta de Mr. Nobody, con una nota pegada en la que estaba escrito a mano su número de teléfono.