EL VIAJE Por Carlos Mayoral EL RELATO El escritor Carlos Mayoral (Villaviciosa de Odón, Madrid, 1986) ha colaborado en las secciones culturales de Zenda Libros, Jot Down o The Objective. Su última novela es Yo no maté a Federico (Espasa, 2022). Seguir leyendo A sus cinco años, nada le gusta más a José que el traqueteo ruidoso de la estación. O quizás sí. Quizá le guste aún más per-derse con su cuerpo diminuto por el vagón, entre los cuerpos gigantes, hasta encontrar la pierna alta y eterna de su madre, a la que se agarra con los ojos cerrados. Su padre trabaja en ese mismo tren como fogonero. A veces lo acompañan en sus tra-yectos, un oasis de felicidad en el gris de la posguerra. —¡Viajeros al tren! La locomotora Santa Fe ha empezado a tirar del vagón con fuerza. El destino está lejos, pero allí, abrazado a la pierna de su madre, el camino puede extenderse hasta el infinito si es necesario. Se acuerda de su padre, que ya debe estar avi-vando el fuego para que el viaje continúe. A José le gustaba el olor a carbón que anunciaba la llegada de aquel hombre antes incluso de haber cruzado la puerta, la sonrisa blanca entre la cara tiznada. Quizás, algún día, él también pueda dedicarse a ello. —¡Viajeros al tren! Han pasado treinta años. José ahora trabaja para una importante compañía de seguros. No pudo cumplir aquel sueño de niño: el oficio de fogonero ha desaparecido. En cualquier caso, su trabajo no le desagrada. La llegada de la democracia ha conseguido que la compañía se expanda, hecho que le obliga a visitar todos los rincones de la penínsu-la. Se despide de su mujer con un beso. Serán solo dos días fuera, los seguros no pueden venderse solos, le susurra al oído mientras la abraza. Siente cómo alguien tira de su pan-talón. Es Javier, su hijo de cinco años, al que introduce en el abrazo. Al llegar a la estación, lee aquellas sílabas en la cora-za: Tal-go. No puede evitar acordarse de su padre tiznado y de las piernas salvadoras de su madre. —¡Viajeros al tren! Han pasado treinta años más. Ahora que José enfila su jubilación con cierta tranquilidad, el viaje en Ave se le hace más cómodo. Ha alcanzado una buena posición en la com-pañía, lo que acarrea viajes periódicos que han dejado de ser un tormento desde que la alta velocidad llegó a la vida de los españoles. No puede evitar, una vez más, pensar en sus padres. ¿Qué opinarían de este país modernizado y pacífico, de estos trenes veloces y sofisticados? Suena el móvil. Es su mujer. Cariño, nuestro hijo ha aprobado el MIR. Se le escapa una lágrima. La recompensa a toda una vida. —¡Última llamada, viajeros al tren! Es difícil saber cuánto tiempo ha pasado. La puerta del vagón se abre. No hay nadie alrededor. José no puede preci-sar de qué tipo de tren se trata. Sí puede escuchar el rumor de las voces de sus nietos, muy cerca. Habladle, habladle, puede escucharos, repite el médico, su hijo Javier. Tras escu-charlos tan cerca, José suspira, como el que ha cumplido ya con su cometido. Mueve con torpeza su cuerpo de noventa años hasta penetrar en el vagón. Se acomoda. Tiene tiempo para saludar a los que se despiden desde el andén: su padre, su madre, su mujer, su hijo, sus nietos. Todos sonríen. Adiós, queridos. El tren se pierde por el horizonte nuboso.