EL CONCIERTO Por María Castro Hernández EL RELATO María Castro Hernández (Madrid, 1969) es escritora y periodista. Autora de varios libros infantiles, este año ha publicado la colección de relatos Vuelo de reconocimiento en la editorial Tres Hermanas. Seguir leyendo Ilustración © maodesign/Miroslaw Oslizlo/Getty Images. Retrato: © Bárbara Sánchez Palomero. Esta historia sucedió hace muchos años cuando por las calles de Madrid todavía circulaban tranvías y autobuses de dos plantas. Fue entonces cuando Elvira, que acababa de termi-nar el grado superior de piano en el conservatorio de Atocha, empezó a visitar tiendas de instrumentos. Llevaba años aho-rrando pacientemente para poder comprarse un piano de media cola y ahora por fin había llegado el momento. Se aca-bó recurrir a los de sus amigas o a los cuartos de ensayo en los que la lista de espera siempre resultaba inoportuna. Elvira entraba en aquellas tiendas con suelos de madera de espiga, techos altos con hermosas escayolas floreadas y dependientes silenciosos sin amedrentarse. Miraba, pen-saba, se sentaba a probar el sonido, a sentir la dureza de las teclas, su resistencia, luego preguntaba el precio del que más le hubiera gustado y lo anotaba en una tarjetita que solía dar-le el vendedor, aunque imaginaba que aquello tenía que ser como un flechazo, el piano de su vida la estaba esperando en algún rincón de este mundo y ella tenía que encontrarlo para que fueran compañeros inseparables hasta la muerte. Una mañana entró en una tienda de dos plantas situada en pleno centro de Madrid. Uno de los empleados le indicó con mucha amabilidad que los pianos de cola y media cola estaban en el piso superior. Subió por una estrecha escalera y, nada más llegar arriba, se fijó en uno negro situado cerca del enorme ventanal que daba a la calle. Quizá ese primer impul-so fue por la luz, más que por el instrumento, que era un sen-cillo Kawai lacado en negro. Levantó la tapa, acercó la ban-queta y se sentó a probarlo. Sonaba muy bien, un tono oscuro que a Elvira le gustaba más que el estridente de los Yamaha. Tocó un poco de una pieza, otro poco de otra, picoteando de aquí y de allá. Entonces arrancó con el Revolucionario de Chopin. Se olvidó de dónde estaba, de que el vendedor la observaba sigiloso, se olvidó de todo y se dejó llevar por la música, por la enorme fuerza de ese estudio que podía ser su vida o, en cualquier caso, su espíritu si hemos de creer en algún tipo de división platónica. Sus dedos largos y ágiles corrían por las teclas, el peso de su brazo conseguía un sonido rotundo, se hubiera dicho que el propio Chopin resucitaba. Elvira se veía grande y poderosa, potente, enérgica. Terminó, regresó a la realidad como vuelven algunos chamanes des-pués de experiencias transportadoras, y, al levantar la vista del teclado hacia el enorme ventanal de la tienda que tenía justo al lado, se encontró con un autobús de dos pisos abarrotado de gente, parado en el semáforo de aquella estrecha calle, exactamente a su misma altura. Los pasajeros la miraban, un montón de caras curiosas y asombradas se agolpaban en las ventanillas. Y, de repente, rompieron a aplaudir, algunos grita-ron bravo. Ella los escuchó igual que ellos la habían escucha-do, a través del silencio vidriado. Inclinó la cabeza, el autobús arrancó. Y esa fue la primera y única vez en su vida que Elvira dio un concierto. Y fue un éxito.